“La Oca en sus arcanos” por Mauro Armiño

“La Oca en sus arcanos” por Mauro Armiño

 

 

“La Oca en sus arcanos” por Mauro Armiño

Tres letras bastan para que todo un mundo se abra y recuerde a la memoria que debe despertar: dices Oca, burilas las viñetas del Juego de la Oca… y empieza a despertar toda la historia desde los egipcios y desde aquellos griegos que lucharon en la guerra de Troya, creadores de un juego simbólico que, retocado y renovado, ha terminado siendo el juego de la Oca de nuestras tardes infantiles, cuando nada interrumpía ese rumor de felicidad que nunca más hemos de revivir y que protegían y acunaban padres y hermanos. Se dice que fue Palamedes, príncipe griego, quien, para entretener a los soldados que se aburrían durante el largo asedio de la ciudad de Troya, inventó, entre otras cosas, los dados, el ajedrez y el juego de la Oca, un laberinto; y, desde entonces, desde hace treinta y dos o treinta y tres siglos, la humanidad entera está metida en ese laberinto de la Oca, en esas sesenta y tres casillas más una en la que los jugadores pueden encontrar el cielo y el infierno, la alegría o el dolor, la certidumbre o la duda, o no hallar nada porque los dados también juegan y su capricho puede, con paso de Oca, obligarnos a avanzar y retroceder eternamente: las vueltas y vaivenes de la vida.

Ésa es la apariencia apacible que el juego de la Oca tiene después de un recorrido de tantos siglos: resumen del recorrido de la vida con sus trampas y sombras, con sus luces y jardines. Pero la historia, en las más de diez mil variantes que existen del juego, lo ha cargado con todos los fantasmas a que da pie esa ave de pata palmeada y tarda, oído agudo e inteligencia endiablada; la cultura occidental ha tejido en torno a ella una trama de esoterismo con su liturgia propia y sus ritos sociales, sobre todo desde la Edad Media, cuando los constructores dejaron la pata de Oca, su símbolo, grabado con cincel en las piedras catedralicias, firma de hermandades y cofradías, sello de secretos y de arcanos. En los libros de arte, cuando son meticulosos, podemos ver el fantasma esotérico de las patas de Oca inscrito en el Camino de Santiago, o en edificaciones que fueron dominio del Temple. Poco después el juego se institucionaliza como tal: entre 1574 y 1578, el florentino Francisco I de Médicis regalaba a Felipe II de España el “juego de los griegos“ renovado: ese momento supone el acta de re-nacimiento de la Oca, que no tardaría en adentrarse, primero en formas artesanas de auténticos artistas, luego comercializadas, en Occidente.

Si en algún momento, el juego de la Oca pudo parecer el libro de una nueva religión que tenía por meta el Absoluto, el jardín final, la tirada de los dados lo convierte en alegoría: no hay orden fijo e inmutable en la vida, los dados siembran la incertidumbre, el azar también juega, y lo hace doblemente, como adivinó Mallarmé: “Una tirada de dados no abolirá el azar”. Todo es contingencia, y los dados, con el secreto de sus números, nos aclaran el código, pero no el mensaje que transmiten. Al esoterismo se une la numerología, el aliento de los mistérico sopla en el cuello del jugador que puede naufragar en cualquiera de las tirada de sus dados.

El carácter esotérico del recorrido ha permitido que, desde su incorporación a la cultura occidental, el juego de la Oca se haya visto acosado por los intereses de cada sociedad y cada momento: el tablero con sus sesenta y tres casillas más una ha sido utilizado para adoctrinar: las viñetas servían de trasunto a la religión y a sus distintas morales, a la publicidad y al deporte, a la enseñanza de idiomas; ha introducido a los niños en hechos y personajes que en un instante histórico dado

fueron “dignos de imitación”, ha criticado y censurado, ha enseñado y servido de propaganda, ha divertido a generaciones; se ha empleado para ensalzar la Revolución Francesa, para mostrar biografías plagadas de moralina o de animadversión, como la de Jean-Jacques Rousseau y otros personajes; para elecciones presidenciales, para casos de ignominia como el de Dreyfus condenado por intereses espurios hasta su rehabilitación; para defender ideas, como la emancipación de la mujer; para oponerse a invasiones o reflejar guerras (la Primera Guerra Mundial), para denunciar escándalos financieros; para hacer publicidad de productos y materiales. Y aludo sobre todo a ejemplos franceses porque ha sido en Francia donde el juego ha tenido sus adoradores más ardientes: con él se entretuvieron desde Luis XIV hasta los filósofos de las Luces. Las casillas abren en su marco un abanico en el que la imaginación y las ideas de grabadores y dibujantes quedan estampadas en el azogue de su época. Y en sus formas más artesanales se ha convertido en arquetipo de la imaginería popular.

En el recorrido del tablero, con su apariencia de serpiente enrollada, de laberinto, hay casillas que simbolizan naufragios de la vida: la posada, donde estamos condenados a dormir con párpados pesados como plomo mientras los compañeros de viaje prosiguen el camino; el pozo, en el que nos hemos hundido; el laberinto, en el que nos hemos extraviado; la cárcel, donde perdemos el bien más preciado de la vida, según Cervantes el de la libertad; y por fin, último y supremo abrojo: la muerte (o el esqueleto). Pero también tiene, tablas a las que asirse para librarse del naufragio, jardines, puentes, Ocas para que el viajero descanse y adelante su paso.

Patricia Muñoz ha grabado el Juego de la Oca con estos datos y muchos otros, ha inscrito parte del sabor y del saber medieval en sus viñetas, rodeadas por doble ajedrezado y enmarcadas en símbolos vegetales y figuras de rostro humano y cuerpo de ave fabulosa. Lleno de claridades y de sencillez, inundado por una pátina de ocres que hacen destacarse a las Ocas, el grabado del juego viene flotando sobre las aguas del tiempo, evocación de aquellos Constructores de catedrales que, durante los siglos oscuros de la Edad Media, mantuvieron secretos la sabiduría de los pueblos y su conocimiento de las tradiciones paganas; únicamente lo acuñaron con cincel, dejando su enigma a la discreción de la piedra –a veces con una simple pata palmípeda– para que sobre el granito cantase su misterio. Aquí, bajo el buril de Patricia Muñoz, vuelve a cantarlo este Juego de la Oca: sus viñetas ocultan un sueño diáfano, un mundo primitivo, amortiguado entre sus colores ocres y sus Ocas resplandecientes de blancura. Sobre él, sobre su tablero, se puede jugar, por supuesto, pero también leer enigmas herméticos y arcanos insondables, acercarse a través de los símbolos a otro mundo en el que redoblaba sus campanas el Tiempo.

Mauro Armiño

 

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